domingo, 9 de octubre de 2016

Perder mi teléfono me causó miedo, pero después se convirtió en dicha

El miércoles pasado, después de una pausa de siete días, me reincorporé al mundo moderno. Durante una semana entera había hecho algo aterrador, vergonzoso, pero a la larga liberador: pasé una semana sin mi teléfono.

Este extraño período comenzó en Washington DC en un taxi camino al aeropuerto. Yo me había pasado el viaje enviando correos electrónicos desde mi teléfono inteligente, el cual puse sobre el asiento para pagarle al taxista, sólo para dejarlo en el taxi. Unos minutos después, en la sección de seguridad del aeropuerto, busqué en mi cartera. No encontré el teléfono. La vacié en el piso. Nada. Se me aceleró el corazón, mi respiración se volvió superficial y comencé a sudar.

He perdido mi teléfono, le gemí a la persona a mi lado. Media docena de personas me oyeron, y se formó un improvisado equipo de crisis. Alguien trató de llamar mi número, pero estaba en el modo silencioso. Otros me preguntaron si sabía cuál era el nombre de la compañía de taxis y si había pagado con tarjeta. No y no, les dije. Ya había aprendido dos cosas. En general, la gente es muy amable. Y, actualmente, en la escala de calamidades humanas perder tu teléfono inteligente se aproxima a un paro cardíaco.

Ganas de llorar

Dos horas más tarde, haciendo cola para un taxi en Boston, sentí la necesidad, como en La Balada del Viejo Marinero, de contarle mi historia al hombre a mi lado. Me pidió mis detalles Apple para iniciar sesión y entonces me mostró en su celular un pequeño círculo azul que se movía lentamente al cruzar un puente. Ahí está, dijo. A 396 millas. Miré el borrón azul y me dieron ganas de llorar.

En mi cuarto de hotel me senté al borde de una de las dos enormes camas y contemplé la ciudad llena de luces. El servicio a la habitación estaba en camino, y desde mi ordenador portátil envié correos electrónicos a varias personas diciéndoles que había perdido mi celular. En todos los sentidos yo estaba a salvo, sin peligro de ningún riesgo inminente o distante. Pero me sentía totalmente mal: expuesta y vulnerable. El estrés del discurso que iba a dar no era nada en comparación.

En el congreso el día siguiente los delegados salieron a buscar café, pero no hubo ninguna conexión entre ellos ya que todos estaban en callada comunión con sus correos electrónicos. A mí no me quedó más remedio que hacer algo retro: entrar en conversación con un perfecto extraño, quien me recompensó siendo interesante y algo útil.

Más tarde en la calle y en camino a South Station, hice otra cosa que no había hecho desde antes de comprar mi primer teléfono inteligente. Le pregunté a una mujer cómo llegar, y ella me proporcionó debidamente la información. Aquí estaba mi próximo descubrimiento: preguntar es mejor que Google Maps. Es más rápido y no se necesitan anteojos para leer.

En el tren a Nueva York envíe más correos electrónicos. Y ya que es un lío abrir la computadora portátil y registrarse, los escribí todos de una vez, después de lo cual cerré la computadora y leí un libro. Se me ocurrió entonces que la invención del Blackberry no fue ningún adelanto. No se gana nada con que los correos electrónicos te sigan a dónde vayas y hay mucho que perder ya que te distraen de lo que podrías estar haciendo en ese momento.

Sensación de libertad

Al tercer día, todo mi pánico había desaparecido, y había sido reemplazado por una desacostumbrada sensación de libertad. Al no tener un mundo entero llamándome desde mi bolsillo, podía simplemente maravillarme ante la belleza de Central Park South en el sol de la madrugada.

De vuelta a Londres, hubieron sólo dos ocasiones en las que un teléfono hubiera sido útil. La primera fue cuando perdí el último metro a casa y quería llamar a Uber, pero no estuvo tan mal ya que pronto llegó un autobús.

La segunda fue cuando iba a encontrarme con alguien que me había enviado un texto para decirme que iba a llegar tarde. Todo lo que pasó fue que me quedé esperando 20 minutos, que pasé pensando en lo que yo quería sacar de la reunión.

Cuando llegó mi nuevo teléfono el miércoles pasado, no sentí ningún placer al ver la nítida caja blanca. Abrí los mensajes de texto pensando temerosamente en todos los mensajes que me había perdido, sólo para ver que no tenía ninguno; los textos no se transfieren automáticamente de un aparato a otro.

Sólo hubo una consecuencia negativa de haber perdido mi teléfono. Perdí un poco de autoridad. Cuando uno de mis hijos dejó su teléfono en el banco de un parque hace unos meses le dije que si no tenía la madurez para cuidar su celular, no tenía la madurez para tener uno.

Mi pérdida prueba algo diferente. Evidentemente, tengo demasiada madurez para cuidar el mío. Y ahora sé que también tengo demasiada madurez para necesitarlo.

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